@ Ivette Durán Calderón
“A
pesar de todas las ventajas del libro en formato electrónico, quizás sería un
tanto apresurado pronosticar el fin de los ejemplares tradicionales”
Quienes como yo se educaron
con los tradicionales textos impresos, aquellos abultados volúmenes de historia
o literatura, reconocen la ventaja de consultar textos digitales. Incluso,
expertos en la industria editorial predicen que muy pronto los niños no tendrán
que cargar pesadas mochilas y bolsas llenas de libros, sino que accediendo a la
Red podrán descargar en sus computadores personales todos los textos que
necesitan para su educación. Y hay quienes van más allá aventurándose a sugerir
que las aulas serán suplantadas por un maestro virtual vía Internet.
Con el desarrollo de los
textos literarios en formato electrónico, el acercamiento a la lectura de ésta
y futuras generaciones tendrá, indefectiblemente, que cambiar. El libro
electrónico-o el e-libro, en aras de la economía verbal tan reclamada
actualmente- asusta a muchos y entusiasma a otros, y e ha convertido en una
muestra más de cómo las nuevas tecnologías están revolucionando la forma en que
vivimos.
Dentro de 100 años, cuando
se estudien las historias y crónicas del turbulento y fulgurante siglo XXI,
habrá que hablar de la Internet y de los cambios que introdujo en el
funcionamiento de las estructuras sociales y en los estilos de vida de los
albores del tercer milenio. Pero, ¿quedará esa historia registrada en libros
convencionales de papel o, habiendo desaparecido estos para siempre, deberán
las futuras generaciones leerla en formato electrónico?
Según especialistas, la
página impresa sigue siendo el medio más adecuado para el ojo humano como
consecuencia de la lentitud en la lectura que provoca la resolución de las pantallas de las
computadoras. Aunque la lectura no sea tan clara como la tinta sobre el papel,
los e-libros compensan, sin embargo, con ventajas digitales, como capacidad de
cambiar el tamaño de la letra y algunos cuentas con sonidos e imágenes que los
convierten, por añadidura, en instrumentos completamente interactivos, lo que
resulta muy atractivo en textos infantiles, por ejemplo.
Sin embargo, un libro
convencional no necesita batería ni ninguna otra fuente de energía para ser
utilizado. Y, aunque reza un viejo proverbio que “no hay que juzgar al libro
por la portada”, muchos lectores consumados seguirán practicando esa especie de
cortejo, cuando nos paramos frente al estante de la librería, tomamos el libro
en nuestras manos, abrimos delicadamente sus páginas, acariciamos la cubierta,
en un ritual de descubrimiento y deslumbramiento en el que caemos rendidos a
sus encantos.